domingo, marzo 22, 2009

La manzana.




Al comer una manzana, si observas tus dedos con detenimiento notarás que, en lo que llaman “la huella dactilar”, hay una serie de pliegues. Eva piensa, mientras deja el corazón de la manzana en el suelo, que se parecen a las líneas que el viento forma en la arena de los desiertos.

Eva también me dice que hay muchas posibilidades en esas líneas. Cuando ella me dice esto mi mente explora, inicialmente, las infinitas posibilidades del tacto, y entonces quiero tocar a Eva. Pero ella me orienta y me dice que piense en los desiertos. ¿Es, acaso, la arena el gran dedo del mundo? ¿Tiene tacto? ¿Queda mi cuerpo marcado en su memoria, a pesar de que el viento lo borre? O quizá pueda ser que Dios, al moldear el mundo, dejó su huella ahí, tal como es inevitable que nosotros dejemos una huella al jugar con plastilina. Yo le digo que es el paso del tiempo, entonces, tal como los árboles lo tienen en las líneas de sus troncos.

De cualquier manera, a ella siempre le ha gustado morder ese tacto del mundo, esa huella de Dios, ese anagrama del tiempo. Ese día ella haría lo mismo que el tiempo, que Dios y que el desierto.

Mordía, lentamente, tres pliegues de sus huellas dactilares.

Tres… y sólo tres.


Suponemos que de alguna manera Eva lo sabía. Que estuvo esperando ese momento toda la mañana. Que Eva estaría sentada en su sillón bañado por la matutina luz que entraba por las ventanas junto a la puerta de entrada de su casa. Sabemos, era tanta luz que el interior de la casa se pintaba de blancos, y ella, Eva, sencillamente brillaba. Era toda fulgor mientras mordía sus delicados dedos, toda resplandor mientras escarbaba el tiempo, toda rutilante mientras veía televisión.

Eva apagó la televisión, pero no dejó de morder sus dedos. Fue al baño, bajó sus bragas, orinó, aspiró el olor de su cuerpo, entrecerró los ojos y siguió mordiendo sus dedos. Bajó el retrete y no supo si volver a ponerse el pantalón, las pantaletas; el pantalón sin las pantaletas, las pantaletas sin el pantalón; quedarse desnuda. Resolvió por ponerse sólo las pantaletas. Volvió al sofá, pero esta vez ella no prendió el televisor. Estaba mirando a la puerta de su casa, como si supiera que pronto llegaría. Mordía sus dedos, y sonreía.

Eva estaría seguramente emocionada, podría llegar en cualquier momento. Por ahí, por la puerta, entre las dos ventanas que bañaban todo de una quietud blancuzca. Pero ella no sabría ser paciente y se levantaría de nuevo al baño, a rascarse, a la cocina, a traer una galleta, a sentarse en el sillón. Eva come la galleta, traga saliva, y muerde sus dedos.
Podría no venir….

Podría no estar preparada para cuando llegue…

Y cuando llegue ¿Qué hará Eva?
¿Sabrá qué hacer?

Eva se levanta a buscar un vaso de agua.

***

Tocan la puerta.

Eva se detiene, mira la puerta, sigue su camino hacia la cocina y muerde sus dedos. Muerde sus dedos y busca un vaso, se le cae el vaso y tocan la puerta, muerde sus dedos y busca otro vaso tocan la puerta sirve el agua tocan la puerta tiembla y toma agua. Muerde sus dedos. Eva muerde sus dedos.

Vuelve al sofá, se acurruca. Se abraza las piernas. Mira la puerta. Muerde sus dedos. Si yo estuviera ahí podría decirle a Eva que lo olvide, que lo deje para otro momento, que ahora no puede. Porque Eva no está notando lo lindo que se mueven las cortinas de sus ventanas, empapadas de blancura. No, Eva solo puede ver la puerta.

Eva grita.

Eva rompe su garganta.

A Eva le siguen tocando la puerta.

Eva se levanta y yo tengo miedo. Tú tienes miedo, Eva tiene miedo. Eva abre la puerta.

- Silencio, sólo hay un gran silencio- Dice ella

Ante la negrura que hay en la puerta Eva deja de morder sus dedos.

Tu lo verías, yo también. La puerta abierta no muestra más que una negrura absoluta, como si una cortina de ébano hubiese sido puesta ahí para contrastar con toda la blancura de la casa, de Eva, de los mordiscos. Yo no hubiese sabido que hacer, ni tú tampoco, pero Eva sabía exactamente qué hacer.

Eva pensaba que los desiertos guardaban la memoria del mundo, y que sus dedos eran los desiertos de su cuerpo, donde nadie vivía. Pero ella quería a sus dedos, acostumbraba a pasearlos por su cuerpo: su cuello y hombros, brazos y manos, senos y abdomen, vientre y sexo, piernas y rodillas, pies y deditos de los pies. Eva apreciaba mucho su cuerpo, y apreciaba que sus dedos pasearan cariñosamente por él. Entonces, ante la negrura, ella dejó de llorar. Se quitó la ropa, con su brazo izquierdo tapó sus senos, con su mano derecha tapó su sexo.

Y con su boca mordió la cortina negra.


Carlos J. Díaz

1 comentario:

  1. Interesante relación entre las huellas y el desierto.. me hizopensar varias cosas filosóficas xD
    Saludos! buen escrito :D

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