No recuerdo haber abierto la puerta para cuando entré. Ya estaba dentro de todos modos, siempre lo estuve. Todo estaba hecho de ecos. Absolutamente todo. Mi respiración incluso era un eco de todos los tiempos.
Era un colegio. Una institución estudiantil que no tenía forma. Una academia llena de ecos, de paredes deshojadas.
De cenizas. De polvo.
Junto con el frío, me daban la bienvenida un verde claro, un blanco que perdió su juventud, arcoíris y niños felices mal dibujados, niños dibujados mal felices.
Un reloj de péndulo que está paralizado hacia la izquierda.
Un pupitre tan rayado que los mensajes se perdieron en la madera ajada.
Ventanas que pestañean la luz con polvo.
Yo.
- Has tardado – Dijo Andrea, porque ella no tiene otro nombre – Aquí tienes tu hoz – Y extendió ante mí una guadaña negra, preciosa, brillante, muerta. Ella vestía de luz. Andrea era luz – no digas nada. Mira, mira a los niños jugar.
Asomo mi mirada por la ventana. Veo un parque de niños: Rueda, puente, columpios, toboganes; en el centro de todo hay un pozo cuya luz reflejada en el agua describe la vida de su entorno que, tal como ella, está paralizada.
- Ya viste suficiente, es hora de que canten los pajaritos. Vamos, vamos, ¡a perder la vista!- Me regañaba con una dulce sonrisa.
Andrea, ella, tomó una venda, y la amarró a mis ojos.
- Despierta
Carlos Díaz
Kaze
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