miércoles, julio 11, 2007

Al otro lado del río...

Crónicas del Delta

Donde el dragón del Orinoco desenrosca sus cabezas. Ahí me dijeron que iría cierto día con tanta suerte. Y me dispuse a beberme mis miedos, fondo blanco, para poder montarme en ese avión que me dirigía a una causa por la que había soñado en otros tiempos, mientras escuchaba de esos seres que, sin buscar nada de nada, daban su ser por lo que creían.

Era yo ahora el que se metía en los caños de la desembocadura de ese gran río nuestro. Es curioso, solo hasta que sumergí mi mano, a pesar del riesgo de pirañas, nunca supe en verdad que era mío ese río tan sonado en los libritos con los que estudié en primaria. Así mismo me pasó con el pájaro, con el árbol sumergido hasta tal punto que solo su copa salía a la superficie, con las casitas alegremente levantadas en una orilla incierta; así mismo me pasó con la Venezuela que se me reveló debajo de la magnifica ave metálica en la cual viajé.

La ilusión de mi aventura se rompió por 6 horas de desesperanza total después de saber que había llegado muy tarde al vuelo. Me avergüenza confesar que mi sombra se apoderó de mí en ese momento, y fui yo grito e ira contra el mundo que enredaba sus caminos para que yo no llegara a tiempo ¿O era acaso mis mismos miedos a ser lo que siempre he querido ser, por no creerme lo suficientemente capaz? Tonto yo, el que tanto lo predicaba “No esperes nada y no podrás ser desilusionado” Ahí aprendí lo difícil que es no esperar. Lo cierto es que fue tarde. Tarde hasta que respiré y miré al cielo, abracé mi desgracia y entonces los árboles de mi patio sonrieron. Voy, en el último vuelo que sale en el día. Me encontraré en Caracas con el otro grupo, que me esperará, y de ahí un viaje directo a Pto. Ordaz, donde nos esperaría el transporte terrestre que nos llevaría al Delta. Y me monté.

A media noche de ese mismo día me sonreía Tucupita, capital de Delta, en un cuarto número 13 con televisión y aire acondicionado, libros y esperanza.

El siguiente día fue casi lo esperado. Un carro me transportó a Barrancas donde una embarcación me esperaría para llevarme por los tejidos del Orinoco hasta Santa Catalina, donde me esperarían los docentes que ansiaban escuchar mis palabras sobre la lectura. O todo eso imaginaba. Lo que no imaginé fue que me fuera a quedar a dormir allá en Santa Catalina, tal como me informó la organizadora, quien me transportó hasta aquel que me transportaría a Barrancas. Yo, informado, en el carro, sin más equipaje que un bolso con libros, repelente, gel limpiador, mi cámara, y suerte.

Camino a Barrancas logré cazar con mi cámara a un Arco iris naciente. Sí, también curioseé con la mirada por si acaso las historias sobre duendes eran ciertas, mas no vi ninguna olla repleta de oro. Lo que sí noté es que estaba ahora en una tierra mística, en muchos sentidos: Es una nación de agua, de donde vienen los arco iris. Tal pensamiento me mantuvo con la sonrisa hasta llegar a Barrancas. Su malecón se me abrió contento, presentándome al Orinoco. En ese momento supe que era una dama pretenciosa, esa Orinoco. “Esta crecido ahora, pero está de buen humor” Me dijo el barquero, al cual tuve las serias tentaciones de llamarlo Aqueronte, pues me llevaba a otra vida. A través de árboles hundidos, islas sumergidas, y una sonrisa inocente sobre esas aguas que saltaban para sentirte el rostro, llegué a Santa Catalina.

Entre historietas, novelas, cómics y juegos de video RPG yo ya había conocido tales cosas como Sta. Catalina, pero nunca en la vida real. Me llenó de tanta magia, me revivió tanta esencia, que al pisar su tierra se produjeron efectos en mí que aún están operando. Algo tiene que ver con despertar vientos muy profundos, cosa que ahora no entiendo pero que seguramente entenderé.

Subí la colina que protege al pueblo de las crecidas constantes del río. Camine por sus callejuelas limpias de carro y de humo, de corbatas y apuros. Era una pequeña Macondo sin muchas ganas de encontrar esa carretera a los grandes inventos. Eso pensé al principio, antes de ver las casas con las antenas de Direct Tv. Entonces supe que la persistencia de la fibra óptica era casi invencible, mas no imposible de sublimar. Lectores, estimados, no daré mucho rodeo: ahí había una paz de caballos cabalgando libres por la calle, de reuniones alrededor de un gran árbol mientras llega el barco – mercal, de inagotables invitaciones a comer siempre más.

Comenzó mi taller bajo la costumbre que conocía yo en mi tierra: con 3 horas de retraso. Sucedió que los docentes no estaban tan ávidos de escuchar mis palabras sobre la lectura, sino por escuchar a sus niños desarrollar la actividad y la exposición que habían preparado para ese día. Aproveché la ocasión y rondé por ahí un rato, viendo el colegio – granja en donde se realizaría la actividad, viendo las exposiciones, respirando el aire libre, y conociendo al cura a cargo de la escuela.

El primer día de taller fue abrirles el libro, cosa que conocían como herramienta, mas no como artilugio mágico de infinitas posibilidades de reflejo, mas no como reflejo siempre novedoso e infinito, mas no como esas tantas otras cosas que los libros son. Terminó sin más que contar. Un almuerzo muy agradable en el gigantesco comedor, de desproporcionadas ollas y cantidad exuberante de comida (no me quejo). Se fueron los maestros que tenían que irse, los vi, desde la colina, desaparecer en las curvas del Orinoco, y me dispuse a conocer el pueblo. En una hora lo recorrí completo, con las interrupciones propias de cada 5 minutos en las que la lluvia hacía su breve entrada. Conocí a un guacamayo que baila (probablemente familia de Guaky o el mismo Guaky escondido de los paparazzis), una rama de la familia del bambú que tanto me quise traer para mis entrenamientos de choy lee fut, una cantidad enorme de caballos sin nombre, una fiel representación de Rocinante, un cementerio donde no hay suficientes muertos, una policía que nunca necesita trabajar y, por supuesto, la escuela llena de animales diversos donde dormí.

Me desperté ese mismo día, en la noche, a comer con los curas una cena de panes caseros y casabe. Lo más delicioso de la cena fue la información que compartió el cura conmigo. Él dijo ser un egresado de la misma facultad, de la misma universidad y de la misma carrera; una fiel copia de Miguel Ángel Merino (mi profesor de español diacrónico) que casualmente también es español y también se llama Miguel. También me relató los cuentos del río, que suele ser como una carretera viva, que sube y baja cada año tragándose desde casas hasta islas, que la gente lo sabía y tenía una casa para la crecida y una para la bajada, que tal cosa como las inundaciones que salen por tele son mayormente mentira, que tiene humor el río y hasta se devuelve en ciertas ocasiones del año (es cierto, el río suele ir a la inversa, como algún río que soñé en tiempos perdidos). Que Santa Catalina no tiene energía eléctrica pero que la mayoría tiene planta, y que viven una vida tranquila. En verdad no había conocido cura con tan buen humor, que bebiera agua de coco con ron (muy buena) y que hiciera un café tan bueno.

El siguiente día el taller comenzó con menos gente, pero con mucho más entusiasmo. Pasada la teoría, entramos en contacto con la práctica. Que si la lectura y los libros, toquen los libros y léanlos. Que si la escritura y la motivación, escriban y motívense. A leer solo se aprende leyendo. Y muchas gracias.

Me despedí de Santa Catalina entre cervezas que no podía negar, no porque me gustaran sino porque me la ofrecían ya abierta. Sin embargo tampoco me dolió mucho beberlas mientras navegábamos a Piacoa, pueblo de embarque y descarga en donde buscaríamos un pescado frito y un tanque de gasolina para llegar a Barrancas. Fue por eso que llegamos a Barrancas unas horas más tarde de lo debido y no encontré a mi transporte. Agradecido estuve de que pasaran por mí, minutos luego, un hombre que me contó que ni su responsabilidad era, pero como trabajaba con la zona y se había enterado que tal profesor no aparecía y venía de Santa Catalina… A todas estas yo no había podido comunicarme a falta de cargador para mi celular sin baterías.

Llegué a Tucupita, después de brindarle a mi transportista una cena de su preferencia y comer chorizo de venado (para probar antes de morir). Las cariñosas docentes que viajaron conmigo estaban preocupadas por mí y me expresaron alegría de haberme visto. Me agradaron tales abrazos. Me agradó tal sentimiento de familia. Me agradó ser… humano.

Y es que eso fue el centro de este viaje, lo que se sigue removiendo. Lo supe revisando los rostros alegres del mercado al siguiente día, preparando la bola de plátano en el pilón, recordando las personas que me sonreían en el pueblo, los niños, los docentes, el barquero, los nuevos amigos: soy un ser humano.

Con todo esto me vine en el avión de regreso, dejando una sonrisa. Entré en el apuro de luces de la ciudad, entré humano y viento, y removido. ¿Qué vendrá luego? Definitivamente muy serio voy remando y muy adentro sonrío…

…Maracaibo desde arriba es tan bonita como los cielos de los pueblos donde no llega la luz.
Carlos Viento.


3 comentarios:

  1. Lo confieso, Las únicas historias que quise leer por mí y que de verdad disfruté fueron El Señor de los Anillos y Juan Salvador Gaviota. Pero cada cosa que leo de lo que publicas es como otro de esos cuentos místicos, como si fuera en otra tierra milenaria y con tantos recuerdos como los de esta vida entera y la que viene. Con tanto aún por dentro. Tantas palabras con que sentirse identificado que lo poquito alegre que ha tenido mi día lo saqué de tus letras. Robaría una de esas fotos que tomaste en tu transporte lacustre provicional. y esa última frase, esa muy última frase, me hizo sonreir. Siendo una de las cosas que más aprecio.

    P.D. que gato mas lindo... :)

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  2. En realidad es tierra mística la que pisamos día a día, pero palabras hace falta para que nos demos cuenta. (Ola tú!!)

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  3. Querido Dwilf estuve paseando por sfyria y me tope con personajes conocidos.. gracias.. un beso. Exodo

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