Cuando ella lee se me olvida que Maracaibo existe. Se me olvida también que las piedras están por ahí, por algún lado; que las nubes o que los pájaros vuelen entonces no importa demasiado. Es así. Es tan fuerte la impresión y explosión que causa su sumergimiento en lo que lee que, nada, no deja nada a su alrededor.
Una vorágine.
Un vórtice.
Algo que coma mucho más que eso, con más furia y más hambre. Y así me absorbe a su centro, al lunar que apenas descubrió hoy en su propia boca.
¿Qué hacer entonces?
Nada.
Qué se le va a hacer.
Si ella está ahora, quieta, pasa que pasa la mirada, los ojos, esa mirada tan seria, tan fuera de ella y tan dentro de ella en las páginas.
Nada.
Me vuelve nada.
Cuando ella lee.
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