viernes, noviembre 05, 2010

Clavos

Harapiento y pensativo en su tiendita, el gigante que vende clavos en la última esquina del pueblo se lamentaba del eterno dolor debajo del omóplato izquierdo. Nada grave, le dijeron la única vez que quiso preguntar a la única persona que se atrevió a verlo, ese día sólo. Su magnífica corpulencia, su rostro entablado así como su engramada piel hacían a cualquiera dudar del contacto sano; pero quizá lo más atractivo y repulsivo de su apariencia era esa maña de tener 6 clavos, del tamaño de un antebrazo tuyo o mío, a medio clavar en el lado izquierdo de su espalda.
“13 clavos como para un gabinete de cocina, por favor” y con un “Ay” largo y tendido alcanzaba el pedido y lo entregaba sin problemas. “¿No tendrá dos clavos como para arreglar este dilema?” decía aquél señor con la muñeca de trapo rota en la mano derecha, y la niña llorando en la izquierda. “Ay” decía el gigante, quizá por el llanto, quizá por algo de antes, y mientras entregaba los instrumentos alargaba el quejido extenso como el chirrido de una puerta en la noche que mueve el viento y nunca termina de abrir.

Así sus días hasta aquella noche en la que encuentra esa cosita, pequeñita, mojada, arrugadita y congelada en el pórtico de su casa. “¿Quién es, qué es esto?” se preguntó, y nada, era una bella criaturita, quizá una estrella caída, un angelito perdido, un pedazo de luz del sol que se perdió durante la procesión diurna. Yacía ahí, dormida, y con suma delicadeza la agarró el gigante, una de sus manos la cama, y la otra la cobija, la metió dentro de su casa y junto al fuego la observó dormir.

Al siguiente día despertó la criatura, contenta saltó de la mano del gigante y lo cubrió de besos en agradecimiento. Sabía la criaturita que él había sido su cama y su cobijo, su cura de quién sabe qué mal que ahora no importa, y notó sus clavos en la espalda. Subió, como pudo, a sus hombros y se los quedó mirando rato. No dijo nada ¿podría hablar?, se bajó y le sonrió al gigante, éste rompió su entable y, sin más, sonrió de vuelta.

Muy contento vendió el gigante ese día. En ese momento, el que llegara con su tormento saldría desenredado; el gigante por clavos alado entregaba lo que necesitaba la gente. Ahí, muy convincente, estaba también la criatura, buen semblante, sonrisa pura, ayudaba al gigante en su faena. Terminó el día sin penas y llegaron, de nuevo, a casa.

Buena comida, algunas historias antes de la cama, y el gigante se sienta, de nuevo, junto al fuego, extiende su mano y la criatura salta, duerme tranquila mientras el gigante cuida que nunca jamás le pase nada.

El día siguiente, sin embargo, no había trabajo. Como regalo por el magnífico día el gigante decidió pasear a la criatura, la llevó al río a ver árboles y mariposas; la llevó a que su sonrisa compitiera con las bellezas de naturaleza, convencido de tener en sus manos la apuesta ganadora. Pero la risa y la felicidad son extenuantes y dos noches sin dormir habían garantizado un largo sueño al gigante de los clavos: se durmió, subiendo y bajando el telón de sus ojos, mientras veía, a ratos primero, a pestañeos pesados luego, a su feliz criatura saltando cerca del río. Durmió.

Un chirrido lo despertó, el agudo grito del águila que, cuando caza, anuncia su victoria. Volvió a cerrar los ojos, los abrió con sobresalto, un charco de sangre junto al río y plumas, por ningún lado su hermosa, y un ave volando con dificultad, con peso, por allá a lo lejos. “Ay” largo, larguísimo, arrastrado con sus pasos hasta llegar a su casa. Forjó el mejor de los clavos, del tamaño de un antebrazo tuyo o mío, lo puso en el suelo boca arriba y, extendiendo los brazos, se dejó caer sobre el séptimo clavo de su espalda.

Harapiento y pensativo en su tiendita, el gigante que vende clavos en la última esquina del pueblo se lamentaba del eterno dolor debajo del omóplato izquierdo. Nada grave, le dijeron la única vez que quiso preguntar a la única persona que se atrevió a verlo. Nada grave, señor, es sólo el recuerdo.